El cine, como expresión artística, ha sido siempre un lienzo en blanco en donde han quedado registrados imaginarios de una gran creatividad así como las visiones particulares de grandes directores. Ha sido también, de manera indirecta, un testigo de la manera de sentir de la sociedad dentro de una época del tiempo determinada.
Para la arquitectura, la década de los 70s supuso la muerte del movimiento moderno, un punto de quiebre que le permitió a una nueva generación de diseñadores desarrollar sus propios lenguajes, los cuales comenzarían a dominar la escena mundial en la década siguiente. Para la sociedad de su tiempo este hecho tuvo una aceptación ambivalente, pues lo que para algunos resultaba una bocanada de aire fresco, para otros significaba la perdida de sus valores tradicionales por otros nuevos que solamente unos pocos entendían a profundidad.
Jupiter Ascending representa para la carrera de sus directores, los hermanos Wachowski, un momento clave en su cinematografía. Por un lado es su momento más álgido en cuanto a su apartado de diseño; la consagración del imaginario de ciencia ficción comiquero que siempre soñaron tener. Nadie cuestiona la brillantez de sus escenarios o la creatividad de sus invenciones. Pero también, por otro lado, es su punto más bajo como narradores de historias. Sus discursos no convencen, sus personajes no enamoran. La crítica y el público les detestan, pues se sienten engañados por un producto que solo causa decepción.
La historia de "John Carter" se remonta hacia la época de las novelas Pulp, publicándose por primera vez sus aventuras a modo de capítulos separados dentro del año de 1911 y más tarde, como un libro independiente del cual surgirían una serie de secuelas. Pese a su carácter claramente juvenil, su imaginativa inspiraría a un gran número de figuras destacables del siglo XX, como Carl Sagan y Ray Bradbury, así como una referencia clara a personajes como Buck Rogers, Flash Gordon, Superman y el universo de Star Wars.
Llevarlo a la pantalla 100 años después de su primera aparición fue todo un salto de fe. Como personaje, sus bases ya habían sido explotadas innumerables veces y por otro lado, sus elementos de fantasía resultaban claramente anacrónicos dentro de una época contemporánea, donde los avances tecnológicos acontecen a pasos agigantados.
Todo lo que sube tiene que bajar. Y para aquellas obras que han escalado muy alto, convirtiéndose en todo un fenómeno en la historia cine, pareciera que alrededor de su éxito se gestase una corriente negativa cuyo único propósito es la de desprestigiar todas sus cualidades. Para el director James Cameron no es la primera vez que esto le ocurre a una de sus obras, ya con “Titanic” (1997) experimentó un fuerte repudio posterior por parte del público e incluso de parte de otros directores de su gremio, donde -de igual manera- se apelaba a una historia demasiado simplista adornada con una factura técnica nunca antes vista.
Con “Avatar” la historia se repite. Cameron es criticado como un director efectista, un vendedor de humo que detrás de la vanguardia tecnológica no tiene nada original que comunicar. A modo de apología, hay que comprender que su cine proviene de una carrera humilde, de un hombre que se formó a si mismo dentro de la industria de los efectos especiales y cuya mentalidad siempre busca la forma más simple de hacer que las cosas funcionen. Cameron maquina sus historias desde una visión técnica, premiando lo simple sobre lo rebuscado, lo funcional sobre lo ineficaz.
Cloud Atlas ostenta no solo el ser una de las películas independientes más costosas en la historia del cine, sino también el generar un número de seguidores y detractores por igual, opiniones encontradas que rara vez encuentran un punto medio en las discusiones y que tachan al filme como una obra maestra o un total desastre. Las seis historias que se narran durante su larga duración, se apretujan en un frenético montaje, ofreciéndonos escenas pausadas de gran drama que se quedan en la retina, así como cortes indiscriminados que a la velocidad de un tren bala no ofrecen nada más que un forzado recordatorio de que todas las historias están interconectadas entre sí.
Mucho antes de que la literatura juvenil se convirtiese en una tendencia cinematográfica y estableciese una nueva ola dentro de los mundos distópicos de la ciencia ficción, Lois Lowry publicaba su novela “The Giver” en 1993. Su historia, como muchas otras, comienza con la ensoñación de un mundo perfecto donde la guerra y el dolor han sido erradicados, para de forma gradual descubrir que aquella realidad es tan solo un proceso mecánico, un sistema roto donde la humanidad se encuentra inserta. La novela recibió una gran cantidad de premios y críticas positivas, adaptándose al teatro y convirtiéndose en una lectura obligada para niños. El actor Bill Cosby trato de llevarla a la gran pantalla en 1994, pero finalmente seria Jeff Bridges, tras varios años de negociaciones, quién no solo concretara el proyecto sino quién lo protagonizaría.
Con una estética pulida, la cinta nos transporta hacia una comunidad modelo, donde todos los aspectos de la vida son positivos y en donde todas las personas conviven en armonía. De inmediato salta a la vista la falta de color de las imágenes, siendo un mundo en blanco y negro pero con una estética muy moderna y tecnológica. Esta falta de pigmento sin embargo no inmuta a sus protagonistas y vasta una pincelada de color, para hacer la aclaración al espectador de que lo que mira es el reflejo de lo que en verdad perciben los protagonistas.
El cine de ciencia ficción se ha caracterizado por regocijar la vista del espectador con ambientaciones deslumbrantes que van más allá de la simple contemplación. Cintas que involucran viajes en el tiempo resultan especialmente complicadas de estructurar ante el espectador debido a la dificultad de generar estéticas diferentes para tiempos distintos y que al mismo tiempo mantengan una coherencia visual entre sí. “Predestination”, no sólo logra con creces lo anterior, sino que nos ofrece un pasado alternativo, donde reconocemos una multitud de detalles históricos pero a la vez somos testigos de tecnologías y situaciones sociales que nunca acontecieron pero que pudieron existir.
Si con su filme anterior, “Equilibrium” en 2002, el director Kurt Wimmer había logrado -con recursos limitados- una historia coherente con una estética bien lograda (hoy considerada una obra de culto); su siguiente obra conseguiría exactamente lo contrario. “Ultraviolet” no sólo es considerada un despropósito visual, de efectos especiales rebuscados y una historia que no termina por causar empatía con el espectador, sino que es vista como una de las peores cintas de la década, tanto para el público como para la crítica. Tan grande resultó su fracaso que mandó al olvido las aspiraciones de su director de volver a estar al frente de una cinta.
Cinematográficamente, la película peca del ya clásico “estilo sobre sustancia”, creando escenarios impactantes, llenos de detalles futuristas y con iluminaciones bien logradas, pero que resultan ser solo recipientes muy bellos para una historia frenética y casi inconexa. En este sentido las escenas de pelea coreografiadas al detalle, poseen el estilo narrativo propio de un video musical, donde la acción sigue la música pero no el desarrollo de una película completa.
El cine de ciencia ficción contemporáneo está plagado de realidades distopicas, de diferentes visionados donde la humanidad muestra su lado más oscuro, siempre con el acontecimiento de consecuencias nefastas. Esta explotación por el género ha dejado de lado otro tipo de propuestas más frescas y diferentes, a cambio de un cine de fórmula y repetición donde rara vez un producto destaca por su calidad argumentativa y gráfica.
“El juego de Ender” es una cinta que no necesita un futuro envuelto dentro de una crisis para realizar una reflexión y critica de nuestros instintos más básicos como especie; todo lo contrario, nos muestra que el verdadero enemigo de la paz es nuestra obsesión visceral por ser la especie dominante, obsesión que puede llevarnos a solucionar nuestros problemas de sustentabilidad pero también a una guerra interplanetaria.
Tras el estreno de “2001: A space odyssey” en 1968, el cine de ciencia ficción cambió de un medio de fantasías clásicas a uno más maduro, palpable y cuya temática se centraría en futuros distopicos y pesimistas, donde el rumbo de la humanidad se ponía en tela de juicio. La década de los 70's se caracterizó por la consolidación de esta tendencia, encontrando en ella un medio atractivo para denunciar los males de la propia sociedad moderna. Mediante la exageración, el cine se volvía una advertencia, un llamado de atención ante una sociedad aletargada en busca de una alternativa en el modo de vida.
Al mismo tiempo, dentro del campo de la arquitectura y el urbanismo, se vivía un punto de inflexión respecto al movimiento moderno. Plagado de dogmas, una nueva generación de arquitectos buscaba oponerse a sus reglas que imponían una rectangularidad agobiante y una limitante en los métodos de diseño, que la volvían repetitiva, aburrida y carente de personalidad. Esta búsqueda formal desembocara en la arquitectura posmoderna, cuyo carácter vanguardista seria cabalizado dentro del mundo del cine para retratar mundos futuros.
El cómic y el mundo del cine, como medios gráficos, se han nutrido mutuamente a lo largo del tiempo, incluso mucho antes siquiera de la obsesión contemporánea por el cine de superhéroes. Una de las más antiguas es Flash Gordon, historieta por entregas dominicales creada por Alex Raymond en la década de los años 30's del siglo pasado. Influencia directa de los relatos de Julio Verne y el personaje John Carter del escritor Edgar Rice Burroughs, desarrolla dentro de sus viñetas mundos fantásticos plagados de arquitecturas imposibles, que en las décadas venideras se volverían referentes claros en la edad de oro de la ciencia ficción dentro del cine.
Las ambientaciones dentro de la historieta seguían dos claras vertientes: por un lado transportar al lector hacia una aventura claramente espacial, con tecnologías e inventos imposibles; y por otro, evocar estructuras y paisajes terrestres históricos con los cuales sentirse identificado. Con el objetivo de crear escenarios exóticos y misteriosos, Alex Raymond combinó las culturas asiáticas (en aquel entonces poco conocidas por el mundo occidental) con la arquitectura de vanguardia, teniendo como resultado un estilo barroco pero ecléctico.
El arte trasciende a la muerte. Y esto es más que cierto dentro de la que se puede considerar como obra póstuma del afamado director Stanley Kubrick. Aun cuando su realización fue llevada por otra figura emblemática como lo es Steven Spielberg, la cinta posee ese aire fantasmal y perfeccionista tan típico del primero. Quimera de dos visiones dispares, la cinta es un producto que busca perturbar y no dejar indiferente a quien la mira. Ofrece un telón de fondo antagónico, una vorágine destructiva, que silenciosa amenaza y anuncia un final trágico para todos sus protagonistas.
El filme se encuentra estructurado al más puro estilo de Kubrick, con actos bien diferenciados entre si y poseyendo una estética independiente en cada uno de ellos. La arquitectura se convierte en una herramienta más de la narrativa, en un elemento tan indispensable como la interpretación de sus actores. Es, dentro de un modo profundo de análisis, un reflejo de la condición mental y sentimental de su protagonista artificial. Este pasa de un ser lleno de inocencia a uno que pierde el significado de su vida y se abandona a la nostalgia.
A nadie sorprende que a la fecha la industria del cine recurra continuamente a la adaptación de libros juveniles. Dicha tendencia ha creado trabajos muy dispares en cuanto a calidad, lo cual ha creado cierto escepticismo en el grueso del público y la crítica. “The Maze Runner”, siguiendo las pautas de esta tendencia sobresale por mostrarnos una historia, que aunque simple, está plagada por matices retorcidos, analogías poderosas de nuestra propia realidad y ambientadas dentro de una arquitectura opresiva y asfixiante.
“The Maze Runner” tiene como protagonista, más allá de los personajes humanos, a la figura del laberinto, que desde la antigüedad ha sido dotado de múltiples significados. Simboliza confusión, desesperanza, misterio, y de la misma manera que intimida y aleja a todo aquel que lo contemple, es también un elemento de gran atracción que invita a la exploración, a perderse entre sus más profundos rincones.
El papel de la arquitectura y en especial el del diseño dentro de nuestras vidas, si bien parece un fenómeno muy moderno, es más bien un elemento que ha acompañado nuestro desarrollo como seres humanos desde tiempos ancestrales. Los objetos, construcciones y espacios que nos rodean no sólo han jugado un papel crucial para nuestra sobrevivencia y desarrollo como sociedad, sino que en ellos hemos depositado nuestra memoria colectiva, personal e íntima. Al tocar un viejo tocadiscos o caminar por una antigua calle de nuestra ciudad la memoria de un tiempo pasado viene a nuestra cabeza, y lo que una vez definimos como hogar ahora nos define a nosotros.
El mismo título del filme “Oblivion” (olvido) ya antecede la situación de sus protagonistas. Viviendo en un futuro devastado por una gran guerra a nivel planetario y tras una serie de catástrofes naturales la humanidad se refugia en el espacio ante la imposibilidad de reconstruir la civilización. Su única esperanza es reunir lo que le resta de recursos naturales para emprender un viaje a otro mundo. Para ello, dos de sus ciudadanos elite forman pareja y en total soledad, dedican su tiempo a la supervisión y mantenimiento de aparatosas máquinas de tecnología imposible.
Si bien el director Paul Verhoeven, hacia la segunda mitad de la década de los 90's, ya contaba con la fama de criticar a la sociedad moderna y sobre todo de ridiculizar el “american way of life” dentro de sus cintas, sería con “Starship Troopers” con la cual mostrase su lado más ácido y paródico. Aquel carácter de la cinta le haría merecedor del rechazo de una gran parte del público estadounidense, quien por un lado no aceptaba la sátira y por otro, veía más en la obra una gran apología hacia el militarismo y hacia los gobiernos fascistas de mitad de siglo.
La broma terminaría por cerrarle las puertas de los grandes estudios americanos, así como la gran libertad con la que rodaba sus cintas. Tan sólo el tiempo, el re-visionado casero y los hechos ocurridos después del 11 de septiembre en Estados Unidos, han demostrado que su crítica no era exagerada y que el imperialismo hoy en día está más vivo que nunca en la sociedad. A posterior, el filme no es otra cosa que la deconstrucción de la sociedad contemporánea, una disección en vida de un mundo que globalizado presenta una afición hacia la violencia.
El tren es el mundo. Nosotros la humanidad. Frase que dicha dentro de la película bien pudiera resumir el mensaje que busca transmitir al público. Metáfora de la propia sociedad, “Snowpiercer” sigue los pasos de la ciencia ficción distópica más clásica, pero no por ello resulta repetitiva o carente de impacto. Todo lo contrario, transmite frescura respecto al género, una ambientación sombría y efectista, y un sentimiento de pesimismo que aun finalizada la cinta pretende concientizar al espectador y no dejarlo indiferente ante todo lo que ha visto.
La decisión de enmarcar una película dentro de un marco temporal específico ha demostrado por lo general restarle de cierta seriedad y credibilidad ante el público de generaciones venideras, sobre todo dentro del cine de ciencia ficción y de futuros catastrofistas. Aunque “Escape from New York” no es la excepción de la regla, su referencia temporal caduca obtiene un nuevo valor, pues nos permite examinar el contexto histórico en la que fue producida y sobre los fantasmas sociales en los que encontró arraigo para su argumento.
La cinta adopta un futurismo negro, que similar a la distopía (y muchas veces término utilizado como sinónimo), se refiere a un futuro hipotético donde la humanidad atraviesa una realidad más oscura que brillante. Mientras que la distopía opta por un claro enfoque donde la mayor parte de los elementos que componen la sociedad están en desequilibrio, el futurismo negro es más un sentimiento generalizado de pesimismo, donde ciertos elementos ponen en tela de juicio el desarrollo de la humanidad.
Si bien existen numerosos casos (antes y después de THX 1138) de películas clave dentro del cine posmoderno, es quizás esta misma la que por su momento histórico y contenido critico puede señalarse como una ruptura en el pensamiento funcionalista que dominaba la arquitectura de la época. Tanto teórica como socialmente existía un gran sentimiento de agobio y desencanto por el movimiento moderno. Tan solo un año después de estrenada la cinta, en marzo de 1972, se demolería el conjunto habitacional Pruitt-Igoe, obra multi premiada y basada en los postulados de Le Corbusier, simbolizando con ello el fin de una época.