La cultura más importante de la arquitectura moderna castellana, y del siglo XX, nació de la mano de Rafael Aburto [1913-2014] y sus coetáneos; de esa generación olvidada. Una generación de entreguerras, de trincheras no sólo en batalla, sino también arquitectónicas. Un compendio de arquitectos que tuvieron que afrontar, además de los estragos de la guerra civil española, un tradicionalismo inocuo; rodeados de profesionales que no habían leído, ni sabían, ni habían visto casi nada. La tradición era la que soportaba las cosas, en este caso la española. La propia guerra civil marcó un revés generacional en la profesión, como no podía ser de otra manera; pero no sólo en la correspondida a Rafael Aburto, sino también en las venideras.
La diferencia generacional pasaba por el único filtro de haber hecho la guerra. Oíza tenía dieciocho años cuando estalló la misma; Sota, Cabrero, Coderch, Aburto… fueron reclamados para la batalla, combatiendo en el bando nacional en su mayoría. Una vez finalizada la guerra, la imagen de España no recuerda la que tenía una vez que esta comenzó; y el pensamiento arquitectónico tampoco. Los arquitectos, de vuelta a la profesión en los años cuarenta, se encuentran con una tradición ya anticuada, prácticamente inservible; y también con una modernidad precaria, en la que no había densidad ni conocimiento. Es por ello que personajes como Aburto irrumpen, esos arquitectos de la generación de posguerra, asumiendo un papel de pioneros o, al menos, mostrando su empeño por romper con los lazos del academicismo y abrazar una modernidad propia.