Dado el triste fallecimiento del arquitecto y reconocido maestro, Humberto Ricalde, aparecen estas emotivas palabras del arquitecto Juan Palomar Verea bajo su columna del pasado 9 de enero en el diario online del Informador. ‘Hace dos días se murió de su muerte uno de los más notables arquitectos que este país produjo en los últimos años: Humberto Ricalde. Con su partida deja un hueco que muchos lamentamos hondamente y que no parece fácil de llenar en un buen tiempo. Dueño de un humor a toda prueba, propietario de un ojo crítico de alto refinamiento, gozoso disfrutador de conversaciones, viajes y fiestas; colaborador atinado y sensato de los mejores arquitectos de México, maestro capaz de enardecer a los alumnos y guiarlos por la senda del entusiasmo y el conocimiento: todo esto y más fue este yucateco simpatiquísimo, de afilada lengua y sensato juicio. El resto de la columna a continuación. Quien escribe esta columna no tiene más remedio que relatar la última visita que Humberto hiciera a Guadalajara con motivo de impartir una conferencia en el CCAU. Al día siguiente pidió que alguno de los estudiantes lo llevara a ver una obra que le interesaba (el Liceo Franco Mexicano) y acto seguido apareció en la terraza y llenó la casa de risas, juicios, noticias y comentarios que juntaban lo entrañable con lo insólito. El tequila volaba y su manera de habitar y volver propia otra casa asombraba a los niños que lo miraban azorados. Luego accedió gentilmente a impartir un par de talleres en la Escuela de Arquitectura del ITESO, en donde logró una vez más dejar boquiabiertos y pensativos a una treintena de aprendices. Sus sugerencias y referencias recorrían la antigüedad clásica, el Renacimiento, la protomodernidad, las últimas hechuras de los arquitectos más visibles… Era un surtidor de posibilidades, una fuente de búsquedas y caminos insospechados. Para quienes tuvimos el privilegio de ser sus amigos y compañeros de episodios académicos y profesionales la compañía de Humberto fue siempre deslumbrante por sus conocimientos y, sobre todo, divertida por sus osadas ocurrencias. Era un profesional de la fiesta, la celebración, la gracia y el ingenio siempre agudo. Conoció a todo mundo que valía la pena conocer. Emparejó su suerte con el Taller Max Cetto de la UNAM, colaboró con el mismo Luis Barragán, con Andrés Casillas, con Augusto Álvarez, con Alberto Kalach… Utilizaba su inteligencia con una certeza de francotirador que sabía unir lo mortífero de sus proyectiles verbales con la bonhomía yucateca que nunca perdió. Escribía estupendamente y dejó una porción de ensayos memorables que sus amigos deberían de reunir en una digna publicación. En un taller impartió hace unos meses en la casa de Luis Barragán de Tacubaya propuso a sus alumnos de la Universidad de Arkansas un estudio detallado de las rinconadas y vericuetos del barrio. El resultado, consistente en dibujos a mano alzada y maquetas, era deslumbrante. Dudo que los gringos hayan tenido un maestro equivalente en talento y capacidad de comunicar la poesía implícita en esas callejuelas desastradas, transfiguradas gracias a su genio en lugares de encantamiento y serenidad. Sus visitas guiadas a la casa de Barragán eran un prodigio de originalidad e inventiva juguetona e inquietante. Vamos a extrañar mucho a Humberto. Ya estará en el cielo de los grandes arquitectos, tequila en ristre, armando una fiesta de alarmantes proporciones e imprevisibles, felices consecuencias’.