Muchos pioneros son inoportunos, llegan demasiado pronto. José Miguel de Prada Poole [1938-actualidad] no es una excepción, sino que ocupa su puesto en la historia como uno de los arquitectos más singulares, más alejados de la norma, y más personalistas del siglo XX en España. Precursor de la arquitectura basada en superficies neumáticas, sin duda la tendencia pop de la época —representada en figuras como Archigram, Archizoom o el Team 10— influyó en la caracterización de su forma de hacer. Siempre se mostró peculiarmente interesado en el “trabajo móvil y desplegable” de las vanguardias, concretamente ejemplificado en aquellas estructuras capaces de dar respuesta variable a un uso cambiante. En suma, podemos considerarlo como uno de los primeros arquitectos que acuñaron términos como la ‘sostenibilidad’ dentro de un ámbito puramente arquitectónico: todas sus obras minimizaron el consumo energético o fueron capaces de generar microclimas por sí mismas.
Cuando en el año 1975 un joven profesional de apenas 37 años se adjudicó el Premio Nacional de Arquitectura, las críticas no tardaron en florecer: “¡Es escandaloso! ¡Pero si ese señor ni siquiera es un verdadero arquitecto!”. Tras otorgársele ese mismo premio, en la anterior edición, al arquitecto madrileño Alejandro de la Sota, solamente parte del jurado de la presente —en la cual se encontraba un tal Fernando Higueras— supieron apreciar el espíritu visionario de un proyecto que la mayoría consideraba una simple boutade. El proyecto que se alzó con tal galardón consistía en una carpa para cubrir una pista de patinaje sobre hielo en la ciudad de Sevilla. Conocida como ‘Hielotrón’, el proyecto llegó a construirse y estuvo en pie durante apenas tres años, de 1973 al 76. No obstante, dicho tiempo fue más que suficiente para que Prada Poole alcanzase tres grandes proezas: la de conseguir el ya mencionado Premio Nacional de Arquitectura; aparecer en la portada, del número de octubre del 76, de la prestigiosa revista italiana de arquitectura ‘Domus’; y conseguir, gracias a toda la parafernalia tecnológica empleada, el menor consumo energético de la historia para abastecer una pista de hielo.
El hambre de conocimiento que lo caracterizaba le hizo convertirse, simultáneamente, en artista —su exposición sigue vigente en el Museo Reina Sofía— y matemático —ideando un estetómetro para medir la belleza de una obra de arte determinada—. Embebido en un contexto histórico en el que el debate entre tecnología y revisión historicista caracterizó la postmodernidad, no había hueco para utopías o excentricidades. Tal vez por la incapacidad del ser humano para aceptar lo diferente, algunas de sus ideas resultan, todavía hoy, provocadoras.
Con todo, Prada Poole tuvo dos momentos que definirían aún más su labor como arquitecto. El primero llegó en 1971, cuando Fernando Bendito y Carlos Ferrater le llamaron para proyectar la ‘Instant City’ de Ibiza: una ciudad autoconstruida para el VII Congreso de la Sociedad internacional de Diseño Industrial. El resultado era un conjunto de células habitacionales dispuestas según un orden flexible, el cual acabó generando la imagen de conjunto que representaba la “urbe” buscada, entendida por el propio Prada Poole como una “ciudad de la libertad no anárquica”. Aquellas burbujas desencadenaron encargos posteriores como las cúpulas para los Encuentros de Pamplona en 1972 —un gigantesco sistema de cúpulas de PVC hinchables mantenidas en pie gracias a la potencia de ventiladores industriales— o la ‘Expoplástica’ en 1973 —una gran estructura de almohadillas de polietileno transparente en mitad de la Castellana madrileña—.
No obstante, ese segundo momento de máximo reconocimiento llegó en el año 1992, con el encargo de ‘El Palenque’: la sede de la Expo 92 en Sevilla. Prada Poole concibió el proyecto como un zoco con jaimas de cimentación trasladables, estructura prevista para su reutilización y transportable para poder dar sombra a diferentes puntos de la ciudad. Su cubrición se compondría de una membrana traslúcida la cual, suspendida como una gran nube, tamizaría los rayos solares. A esto se añadiría un sistema de pulverización pasivo debajo de esa membrana activa. Su superficie de 500 m2 le permitió albergar a más de 5000 espectadores y la densa vegetación interior le hacía parecer las veces de invernadero. Como el resto de sus proyectos, fue igualmente desmontado; pero antes de ello se mantuvo en pie durante casi 15 años.
Prada Poole defendía las premisas situacionistas del juego y la temporalidad de las intervenciones urbanas. Consideraba que un edificio no debía ser efímero, sino ciertamente perecedero; es decir, destruirse cuando desapareciera su materialidad y su “huella” dentro del conjunto. Por eso hoy, cuando mucha de la nueva arquitectura se dibuja a través de materiales plásticos en diferentes versiones de sofisticación, duración, resistencia… estaría bien reconocer parte del mérito a Prada Poole. Lector ávido de novelas de fantasía futurista, las cuales ocupaban gran parte de su fantasioso ideario, el resto lo hicieron su obsesión por economizar los materiales y un espíritu científico capaz de extrañarse ante los fenómenos naturales, cuestionándose siempre aquello que todos los demás daban por hecho.
“Siempre me he preguntado, ¿por qué esto es así y no de otro modo? Cuando no encontraba la respuesta, simplemente me ponía a investigarlo” - José Miguel de Prada Poole