Para saber si vivía en una ciudad estresante, un dentista me contó que era fundamental saber cómo la gente apretaba los dientes. Eso delataba bruxismo, y por ende, estrés. Cada profesión, oficio y actividad tiene su propia forma de entender y explicar el mundo, sus problemas, sus urgencias y sus potenciales soluciones. Para los arquitectos este filtro disciplinar nos hace creer que la arquitectura tiene algo que aportar en absolutamente todo. Y ese filtro hace ver los lugares de la niñez y juventud con otros ojos.
Les invito a viajar al Santiago de los años noventa: una gigantesca feria navideña municipal ocupa el polvoriento bandejón central de la avenida Apóstol Santiago en la comuna de Renca. Son estructuras levantadas en palos de madera, todas ordenadas en torno a tres o cuatro largos y estrechos pasillos. Recuerdo el sonido pixelado de los robots que disparaban misiles; el olor a fritura de la comida callejera; las copias chinas de todo lo que estuviera de moda esa Navidad; las luces amarillentas por sobre las cabezas de los transeúntes y esa fresca brisa nocturna tan característica del Santiago veraniego. Esa feria tuvo que ser trasladada a otra parte de la comuna, pero en esencia sigue siendo lo mismo, solo que ahora las estructuras son instaladas y entregadas por la propia municipalidad.
Ahora ya siendo arquitecto me di una vuelta durante la pasada Navidad y pensé en los potenciales observaciones de un taller universitario, o bien, un colectivo de arquitectura: definirían la feria como "desordenada" o "caótica"; sobreproblematizarían las acciones de compra y venta; y enlistarían los colores y sabores catastrados para forzar la búsqueda por una respuesta arquitectónica. Le di un par de vueltas pensando cuál era el problema de los arquitectos y el problema es que no hay problema por resolver. Y si llegara a existir uno, la arquitectura no es la respuesta. Claro, algunos vecinos lamentan los vendedores ambulantes que se instalan en los extremos de la feria y algunos comerciantes se quejan de la ubicación que les asignaron, pero ninguna de estas —u otras situaciones— son un problema al que la arquitectura pueda acudir como salvavidas.
Las ferias libres, ambulantes e informales se han vuelto un objeto tentador por parte de los arquitectos para entrar en el mundo de lo cotidiano, de la arquitectura sin arquitectos. De hecho, esa feria navideña funciona bien: las ubicaciones y numeraciones quedan marcadas con pintura en el suelo, la Municipalidad levanta estructuras con tablones de madera y revestidas en mallas raschel azules o verdes, según sea el año. Como la Navidad en el hemisferio sur es veraniega, tampoco hay problemas de ventilación. Mejor aún: antes que finalice la noche del 24 de diciembre se escucha desde los alrededores como la feria es desmontada hábilmente por recolectores y vecinos, quienes se llevarán las tablas —no solo las originales, sino también las que sumaron los locatarios para adaptar sus espacios—, las instalaciones eléctricas y hasta las mallas raschel. En la mañana siguiente solo quedará algo de basura y lo que nadie fue capaz de reciclar. Mientras el sopor veraniego recorra la ciudad y nadie quiera salir de casa esa tarde del 25 de diciembre, entonces pasará perros callejeros a buscar comida y el camión de la basura a retirar lo que queda. Así, la feria volverá a ser una calle de tres pistas con poco movimiento.
Es muy tentador describir lo anterior como un "ecosistema" o "microcosmos" y convertirlo en un análisis urbano —estudiantil, académico o privado— abundante en palabras esdrújulas y adverbios, pero no es necesario. Parece que los arquitectos necesitamos complejizar todo para hacer creer que estamos viendo lo que el resto no ve. Que estamos con un colador a la orilla de un río en California buscando pepitas de oro. No, nada de eso es necesario, pero se ha vuelto cotidiano, sobre todo cuando se trata de analizar mercados, ferias y otras dinámicas populares y distantes. Puede ser un genuino interés por parte de profesores por expandir la noción que tienen los estudiantes sobre Santiago —o cualquier otra ciudad del mundo—, pero el lenguaje transmitido en la academia y replicado en el ejercicio profesional no está ayudando. Peor aún si considerando que hoy, más que nunca, quienes estudian arquitectura en Chile provienen significativamente de familias que se han integrado recientemente a la clase media (vulnerable o consolidada) y por primera vez tienen acceso a la universidad. Explicarles cómo funcionan elementos urbanos que han formado parte de su vida llega a ser ingenuo.
En la mayoría de sus estamentos e instancias, la arquitectura últimamente ha tomado consciencia más que nunca respecto a la ciudadanía, su aporte a la ciudad, la ciudad informal y lo cotidiano. Es un gran avance, pero eso implica también actualizar las herramientas, las metodologías y, sobre todo, el lenguaje arquitectónico, porque si no, seguirá siendo un acercamiento por mero exotismo, por turismo social o cargo de consciencia. En instancias como la feria navideña que describo anteriormente, la arquitectura no puede aportar en nada (otros sí) y reconocerlo es un gran avance.
En el caso de los talleres exploratorios, sus análisis están condicionados por la necesidad de entregar algo al final del curso. ¿Qué pasa si no hay nada que hacer?, ¿podría ser esa la respuesta de algún estudiante, equipo o taller? ¿Estas ferias e instalaciones pueden mejorar por medio de la arquitectura? Probablemente, pero en afinamientos técnicos que poco tienen de poesía, reflexión intelectual o glamour.
La necesidad actual de demostrar constantemente que estamos produciendo algo —y que no somos "ociosos"— fuerza que a veces respondamos con objetos preguntas que nadie hizo. Y nadie las hizo simplemente porque no son necesarias. La arquitectura, deberíamos tenerlo claro, es más que edificar. O dicho de otra forma: también es edificar. El objeto no siempre es la respuesta.
Si bien me centro en la feria navideña —y por extensión, cualquier feria—, esto viene sucediendo hace un tiempo con los mercados de frutas y verduras. Estudiantes y profesores descubren juntos algo intenso, inédito y desordenado que aparentemente nadie ha descubierto y que es necesario encarrilar. Sin embargo, cualquier persona que los visite periódicamente sí reconocerá patrones, órdenes, fronteras y reglas. Proponer huertos urbanos es otra muestra de la ignorancia de cómo funcionan estos ciclos económicos, pero eso implica extender puentes a otras disciplinas que probablemente no concuerden en la idea de construir objetos como solución, sino, respuestas sin imágenes.
Para graficar esta situación, volvamos a los años noventa, donde un desaparecido programa humorístico chileno llamado Plan Z (semillero del éxito latinoamericano 31 Minutos) retrató acertadamente en uno de sus sketches la idea de descubrir lo que siempre ha existido. Funciona así: una conductora de un falso programa juvenil de tendencias visita un campamento —erradicado años después también para construir la misma Autopista Central de la feria navideña— y lo describe cándidamente como si fuera un barrio de vanguardia: asocia planchas de zinc y clavos oxidados a la estética de la movida techno; el reciclaje de cajas y plásticos a “una verdadera comunidad ecológica”; la carencia de veredas asfaltadas a que se trata del “único lugar donde se mantiene el estilo étnico”; y la combinación de "plástico, cholguán y corchete" en muros y techos a una forma de hacer tu propia instalación artística.
Originalmente planteada como crítica a ciertos programas juveniles, el sketch aún permite ridiculizar procesos actuales como la gentrificación, la apropiación cultural, el hipsterismo y los análisis arquitectónicos. En una disciplina acostumbrada a discutir con imágenes, en situaciones así lo más sano sería reconocer que la arquitectura no tiene nada que aportar y que cuando no da vida, mata.