Pocas veces el proceso de ideación de una vivienda unifamiliar arranca desde las vivencias de la juventud, desde las huellas del lugar, desde la propia infancia. En algunas oportunidades, el arquitecto puede intervenir de algún modo en la elección del sitio, de la parcela, pero no es nada frecuente, en cambio, tener la suerte de que el paisaje -como en este caso- esté anclado en lo más profundo de la infancia del arquitecto. Se trata de la entrada a la ría, la playa del Miño, en la Coruña. Este paisaje -visto desde la ladera suroeste de la colina- fundamenta la orientación de la vivienda.
Las reflexiones alrededor de la idea de "casa para toda la vida" (para la madurez, para los hijos, para la vejez y, también, una casa para la familia) han determinado necesariamente la creación de un espacio flexible, fácilmente adaptable. Pero ese concepto de casa exige, a la vez, la atención a todos los requerimientos de tipo social y cultural que se esperan de una vivienda contemporánea: confort, seguridad, identidad. La casa, por tanto, debe de ser flexible, sobre todo: sus espacios deben de adaptarse sin traumas a necesidades de uso, a posibles cambios radicales o imprevistos; debe de responder a una relación con el exterior inmediato y, también, con el más lejano. Y debe de desarrollar ampliamente -cómo no- el vínculo entre sus propios espacios. Esta vivienda se ha concebido, en principio, como un diálogo entre dos volúmenes y el terreno, en el que participan activamente los materiales, los huecos, las transparencias, los espacios interiores e exteriores y los indefinidos o intermedios. Y el jardín, el agua, la luz. Se trata, finalmente, de una composición sencilla, con un volumen (el más alto) que esculpe el terreno como un muro de hormigón y, deslizándose por delante, una caja liviana que se abre al mar, llena de trasparencias y reflejos, flotando sobre pilares metálicos. Los materiales elegidos ganan con los años la expresividad de su propio envejecimiento, sin los acabados frágiles y huidizos que resultarían inoportunos, sin duda, en el húmedo clima del litoral gallego.
El volumen más alto, el muro, de hormigón armado -no podía ser de otra forma- queda visto al interior, pétreo, como la pizarra que cubre los suelos y los aseos. Y se reviste exteriormente con una fachada trasventilada de tablas de cedros del Canadá. De la misma especie y origen son los cedros del jardín. La caja -de reflejos y trasparencias, sobre pilares metálicos- está revestida con madera aceitada de IPE. En el interior, se ha configurado un ámbito familiar, unitario, con una diagonal vacía que comunica todas las plantas y relaciona visual y acústicamente los espacios. En el volumen alto, el "muro", el mismo esquema en todas las plantas: espacio unitario y núcleo de servicios. En la "caja abierta", mediante el quiebro de la hoja de vidrio, que va serpenteando entre los dos volúmenes, se ordenan los espacios -protegidos y descubiertos, interiores y exteriores-, buscando la máxima riqueza, aprovechando la orientación y el singular paisaje, que coincide con el de mi infancia.
Al final una vivienda, en la que resuenan aquellas vivencias de la niñez y adolescencia, donde el recuerdo de lo conocido, la luz, la arena, el mar, el paisaje y los juegos, se funden con la arquitectura indisolublemente.