Partida en dos por la carretera que va de Concón a Ritoque, surge de repente entre las dunas de una playa de aguas embravecidas, y una montaña de descontrolada vegetación, la Ciudad Abierta. Como suspendida en el tiempo, ausente de todo cuanto sucede alrededor, la Ciudad Abierta se protege, paradójicamente, tras una valla metálica. Es un día feriado, las familias están en sus casas, la puerta está abierta. Pasamos.
Amereida. Amereida es una ciudad. Es a la vez un poema. Su nombre es la unión de la Eneida con América. Su origen es la suma de la Arquitectura y la Poesía. Tras la publicación del poema en el año 1965, su palabra se ha convertido “modo de vida, de trabajo y de estudio para mucha gente”. La Cooperativa Amereida lo plantea así:
Bajo la luz de esta palabra se encuentran iluminados los quehaceres y aconteceres de la Escuela de Arquitectura y Diseño de la Universidad Católica de Valparaíso, muy especialmente los de la Ciudad Abierta y también los de nuestra Corporación Cultural. Tal iluminación es profunda fuente de libertad y con el paso del tiempo cobra siempre nuevos alcances que nos permiten llevar adelante las tareas que consideramos fundamentales para la construcción del mundo. Amereida es, después de todo, una visión. Esta visión se sostiene apelando a lo más alto y a lo mejor del ser humano, invitando con paz creativa a re ver, a ver otra vez lo esencial del ser americanos. Una visión que quisiera llegar hasta todos los campos sobre los cuales todos los oficios pueden hacer arte y alcanzar su plenitud.
Así describían sus protagonistas el nacimiento de este mágico lugar, de esta extraña y a la vez familiar forma de vida. La Ciudad Abierta es, de esta manera, un campo de experimentación arquitectónica, iniciativa de profesores y alumnos de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica de Valparaíso que dieron lugar a esta Cooperativa, y que desde que en 1971 adquiriera 300 hectáreas de terreno al norte del Río Aconcagua ha estado construyendo una arquitectura sin precedentes. Un Laboratorio existencial, surrealista, simbólico, híbrido, caprichoso. Martín Lisnovsky decía:
La Poesía dice, la Arquitectura hace. Una Ciudad que no es Ciudad. No hay ideas tipológicas, no hay referencias ni imágenes del pasado clásico o tradicional, no hay planos ni alegorías maquinistas. No hay épicas ni grandes retóricas. No hay calles, no hay lotes. Pero se percibe un inigualable aire de modernidad. […] Liderados por Alberto Cruz Covarrubias y Godofredo Lommi, arquitectos, escultores, poetas y pintores trabajan […] con la pura idea de que vida, estudio y trabajo se fusionen en una sola cosa
Esta unión no puede concebirse sin la comprensión del paisaje en el que se asienta. En ella, arquitectura y arte se confunden en una construcción habitada + entorno habitado, a través del uso escultórico y de la alegoría del lugar. Una extensa franja de costa, moteada de humedales y dunas, protegida por montes, se convierte en el primer plano de esta ciudad. En su arquitectura se lee lo cambiante del paisaje de dunas, que con cada golpe de viento mueve las estructuras que lo componen, parándolas en el tiempo y espacio cuando una planta ancla sus raíces en ellas, frenando la arena que arrastra la brisa. Pronto en ese remanso o nuevo ecosistema, otras plantas comienzan a enraizar. Del mismo modo parece haber surgido la ciudad abierta, casi anclada efímeramente con puntales en un paisaje al que le escribe poesías.
El Territorio se convierte así en una extensión de la vivienda, reforzando esa idea de Comunidad. La ciudad, su trama (o no-trama), su arquitectura, e incluso, sus lazos sociales casi familiares, nace de la lectura de las condiciones ecosistemáticas y espaciales del lugar, potenciándolas. Casi como una obra existencialista, la arquitectura se desvanece bajo una arena que borra las huellas, en un canto al crecimiento, a la vejez, a la muerte, y de nuevo al nacimiento, en la persecución de la creación constante. Igual que cada ser vivo es irrepetible pero parte de una colectividad, cada casa de la ciudad abierta es única, pero conformando una comunidad.
La imagen habitual que nos muestran los arquitectos sobre sus recién nacidas obras, como algo inerte, sin las arrugas en la piel del paso del tiempo, sin los objetos de la cotidianidad, aquí se desvanece. En la ciudad abierta, las paredes a medio arreglar esperan junto a rincones de acopio de materiales, enredados por vegetación autóctona- esculturas en constante dinamismo y mutabilidad- ; juguetes esparcidos por el suelo; ropa tendida.
Desde que la ciudad naciera en la década de los 70, muchas construcciones han ido emergiendo entre las dunas, y destruyéndose azotadas por los vendavales. Sus edificaciones, hechas "con cualquier material" y "recurriendo sólo a nuestras propias fuerzas y las de los amigos" se convierten así en expresión de la praxis arquitectónica, aún ligada a la Escuela de Arquitectura.
Cientos son los visitantes que la Ciudad Abierta ha recibido, dedicándole hojas de arrugadas libretas, llenas de palabras; Decenas las obras que componen ya su paisaje: el Anfiteatro, la Capilla, la Mesa del Entreacto, el Faubourg, el Palacio del Alba y del Ocaso, el Jardín Cenotafio de Bo, las Torres de Agua, el Ágora de los Huéspedes, el Pozo, el Cementerio, y el Ágora de Tronquoy; el Vestal del Signo, y del Jardín; las Hospederías de la Entrada, del Taller de Obras, de la Alcoba, de la Rosa de los Vientos (Celdas), las de las Máquinas y del Banquete; la Casa de los Nombres, la Galería de la Puntilla, el Taller del Escultor, la Cubícula del Poeta, el Taller de Prototipos, la Hospedería del Errante, de los Diseños, del Pie de Cruz, del Confín; el Palacio Viejo, la Sala de Música y la Cubícula Locanda, entre otros.
Nada es imperturbable, ni pretende serlo. La idea de la arquitectura como expresión del el ego del arquitecto, perdido en un lenguaje complejo que se ha alejado de la vida de las personas, como idealización de una imagen irreal, aquí no tiene cabida. La comprensión de la arquitectura, leída y reconocida, igual que su paisaje, ocupa todos los sentidos del visitante.
Nos apoyábamos en que los arquitectos que levantan las casas de todos, llevan dentro de sí una dimensión de lo que es lo en común con su multiplicidad
Así, caminando por sus veredas, nos alejamos de la obra como proyección de un egoísmo creador que se separa del único objetivo de un edificio (ser vivido). Dejamos atrás Amereida, la travesía por espacios vivos, arquitectura degradable, mutable, transformable; que envejece, como la vida, que desaparece, como la muerte, y que entierra a sus creadores y habitantes bajo las arenas de las que nacieron.