Cuando le preguntaron a Clorindo Testa qué sentía al enterarse de que iba a ser demolida una de sus obras, la Casa Di Tella, él contestó: “Yo creo que las obras no están hechas para que perduren. Uno puede decir que el Coliseo de Roma va a perdurar. A la Catedral de Notre Dame no la van a tirar abajo; al Duomo de Milán tampoco. Pero cuando uno hace una obra no anda pensando esto va a ser memorable y durará para siempre. Las obras de estas características tienen dueños y los dueños cambian de ideas. También cambian las personas y la sociedad: lo que era válido hace veinte años, ahora no lo es. Es inevitable que sea así. A mí en lo personal no me molesta en lo absoluto que demuelan una obra mía: no hago las cosas para que queden para siempre. Las cosas las haces para que funcionen cuando te las encargan y duran lo que tienen que durar. La Casa Di Tella estaba hecha para Di Tella y Di Tella se murió. En algún sentido ya no es más su casa… Pasó a ser parte de un instituto que la compró. Por lo tanto, las funciones que necesita son otras”. [1]
En el discurso de Testa se puede notar una notable humildad que pareciera poco frecuente en el ADN del arquitecto que anhela la eternidad de sus obras. Y es que este deseo de eternidad nos fue impuesto casi como una orden, una necesidad. Bien lo sabía Palladio cuando mencionaba a Vitruvio: “utilidad, perpetuidad y belleza”.